El ser humano siempre ha manifestado su necesidad de reconocimiento, y esta necesidad se extiende del individuo a las sociedades, dejando bien claro que se es lo mejor de lo mejor. Así, desde las primeras sociedades, la competencia nos acompaña como eterna novia del desarrollo tecnológico. Sin embargo cuando resulta claro que el rival es superior se recurre a la violencia para “apropiarse” de las virtudes del contrario.
La guerra como máximo exponente de la competencia humana se presentó desde los primeros imperios de la humanidad y nos ah dejado marcando claramente, la triste ruta de la humanidad hacia su destrucción. Sin embargo, para justificar las maniobras bélicas ante la población, los soberanos han tenido que usar el discurso de la superioridad sobre el aborrecible enemigo. Exacerbando entre “los de a pie” los ánimos y resentimientos “largamente olvidados”.
Sin embargo estos son casi siempre falacias construidas sobre la ignorancia del pueblo, o en todo caso, distorsiones de la verdad de tal manera que se pueda ver la terrible amenaza que se cierne sobre la población y que merece ser eliminada antes de que ella tome la iniciativa. Usando campañas de desinformación, apelando al instinto de conservación, forzando a la gente a imaginar el peor de los escenarios y hasta atacando a la propia sociedad que se dirige, de manera velada y culpando a la fuerza del enemigo.
Es bien cierto que los individuos conservaron hasta hace muy poco tiempo fuertes lazos de identidad con sus pueblos y naciones, pero estos no les impedían admirar las virtudes del vecino, los ingleses creen muy arraigadamente que los franceses son mejores para el romance (incluido el sexo), los franceses saben que si hay una aventura que promete los más graves riesgos, los ingleses serán los primero en querer realizarla; ingleses y franceses saben que si quieren algo bien hecho no hay como recurrir a un alemán; los alemanes dicen que si alguien puede hacer algo perfectamente son los suecos; los mexicanos tenemos en alta estima el incansable espíritu de los españoles, que trabajan de sol a sol, soñando con tener más aunque ya no sea necesario. Los europeos en general tratan de evitar a los gitanos basados en la experiencia previa de su trato con tan singular pueblo, pero anhelan su libertad y folclor; Los europeos envidian la alegría y despreocupación de los “pueblos menos civilizados” y nosotros (latinoamericanos, africanos, asiáticos, oceánicos y este europeos) creemos que tener grandes facilidades económicas sería la bendición soñada. El mundo admiró a los japoneses por su tesón y empuje. Los chinos, bueno, los chinos siempre han sido muchísimos.
Teniendo que luchar con la arraigada simpatía entre los pueblos, los soberanos realizan cualquier maniobra a su alcance para crear la discordia, la desconfianza y el encono; sin embargo, si esto no funciona es ahí donde entra el discurso de la superioridad y dejo para ejemplo un botón:
“—Mañana, marineros británicos, será el momento culminante de nuestra convivencia. Tal vez de todas nuestras vidas —vítores—. Muchos de vosotros estuvisteis conmigo en Belleisle, en este mismo barco. Algunos de vosotros estuvisteis conmigo en el Torbay en Gorée, en la bahía de Quiberon e incluso en el golfo de Vizcaya. Reconozco entre vosotros a algunos que estuvieron conmigo a bordo del Norwich en la bahía de Hampton. Caballeros, hemos recorrido juntos un largo trecho. Ya hemos escrito muchos capítulos gloriosos en la historia de nuestro país. El de mañana será, debe ser, el más glorioso de todos ellos.
La misión que nos ha asignado el comandante en jefe —a eso señaló a su hermano, de pie a su lado, y los marineros prorrumpieron en fuertes vítores; lord Albemarle, pálido, delgado y con aspecto enfermizo, correspondió a los saludos con un movimiento de mano y una encantadora sonrisa ligeramente triste—, la misión que se nos ha asignado —repitió el comodoro— es la de cubrir el desembarco del ejército británico en suelo cubano. Se trata de un acontecimiento que han esperado muchas generaciones de ingleses libres. Nuestra tarea es liberar a Cuba de un odioso despotismo. Vamos a hacer lo que Sir Francis Drake, el almirante Vernon y el Almirante Knowles no consiguieron. Abriremos la isla que tenéis ante vuestros ojos —la señaló con un espectacular ademán— al libre comercio con el resto del mundo civilizado. La toma de Cuba será beneficiosa para nuestro pueblo de la misma manera que lo será para el pueblo cubano. Introduciremos en la isla el credo protestante, la tolerancia, el imperio de la ley y todas nuestras restantes buenas costumbres. Llevaremos luz a los pobres. ¡Dios salve al Rey! ¡Gobierna, Britania! ¡Britania, gobierna las olas!”1
Este discurso novelado, se desarrolla en el siglo XVIII2, deja en claro que es principalmente por el bien de los demás y apoyados en la superioridad moral que se va a invadir un territorio extranjero y el beneficio económico queda en segundo término. Y muy bien podría ser usado para tomar acciones contra cualquier país ahora. Es pues, la necesidad de reconocimiento, uno de los impulsos que llevan al hombre a enfrentar a su similar aunque en realidad no vea necesidad alguna de hacerlo.
La guerra como máximo exponente de la competencia humana se presentó desde los primeros imperios de la humanidad y nos ah dejado marcando claramente, la triste ruta de la humanidad hacia su destrucción. Sin embargo, para justificar las maniobras bélicas ante la población, los soberanos han tenido que usar el discurso de la superioridad sobre el aborrecible enemigo. Exacerbando entre “los de a pie” los ánimos y resentimientos “largamente olvidados”.
Sin embargo estos son casi siempre falacias construidas sobre la ignorancia del pueblo, o en todo caso, distorsiones de la verdad de tal manera que se pueda ver la terrible amenaza que se cierne sobre la población y que merece ser eliminada antes de que ella tome la iniciativa. Usando campañas de desinformación, apelando al instinto de conservación, forzando a la gente a imaginar el peor de los escenarios y hasta atacando a la propia sociedad que se dirige, de manera velada y culpando a la fuerza del enemigo.
Es bien cierto que los individuos conservaron hasta hace muy poco tiempo fuertes lazos de identidad con sus pueblos y naciones, pero estos no les impedían admirar las virtudes del vecino, los ingleses creen muy arraigadamente que los franceses son mejores para el romance (incluido el sexo), los franceses saben que si hay una aventura que promete los más graves riesgos, los ingleses serán los primero en querer realizarla; ingleses y franceses saben que si quieren algo bien hecho no hay como recurrir a un alemán; los alemanes dicen que si alguien puede hacer algo perfectamente son los suecos; los mexicanos tenemos en alta estima el incansable espíritu de los españoles, que trabajan de sol a sol, soñando con tener más aunque ya no sea necesario. Los europeos en general tratan de evitar a los gitanos basados en la experiencia previa de su trato con tan singular pueblo, pero anhelan su libertad y folclor; Los europeos envidian la alegría y despreocupación de los “pueblos menos civilizados” y nosotros (latinoamericanos, africanos, asiáticos, oceánicos y este europeos) creemos que tener grandes facilidades económicas sería la bendición soñada. El mundo admiró a los japoneses por su tesón y empuje. Los chinos, bueno, los chinos siempre han sido muchísimos.
Teniendo que luchar con la arraigada simpatía entre los pueblos, los soberanos realizan cualquier maniobra a su alcance para crear la discordia, la desconfianza y el encono; sin embargo, si esto no funciona es ahí donde entra el discurso de la superioridad y dejo para ejemplo un botón:
“—Mañana, marineros británicos, será el momento culminante de nuestra convivencia. Tal vez de todas nuestras vidas —vítores—. Muchos de vosotros estuvisteis conmigo en Belleisle, en este mismo barco. Algunos de vosotros estuvisteis conmigo en el Torbay en Gorée, en la bahía de Quiberon e incluso en el golfo de Vizcaya. Reconozco entre vosotros a algunos que estuvieron conmigo a bordo del Norwich en la bahía de Hampton. Caballeros, hemos recorrido juntos un largo trecho. Ya hemos escrito muchos capítulos gloriosos en la historia de nuestro país. El de mañana será, debe ser, el más glorioso de todos ellos.
La misión que nos ha asignado el comandante en jefe —a eso señaló a su hermano, de pie a su lado, y los marineros prorrumpieron en fuertes vítores; lord Albemarle, pálido, delgado y con aspecto enfermizo, correspondió a los saludos con un movimiento de mano y una encantadora sonrisa ligeramente triste—, la misión que se nos ha asignado —repitió el comodoro— es la de cubrir el desembarco del ejército británico en suelo cubano. Se trata de un acontecimiento que han esperado muchas generaciones de ingleses libres. Nuestra tarea es liberar a Cuba de un odioso despotismo. Vamos a hacer lo que Sir Francis Drake, el almirante Vernon y el Almirante Knowles no consiguieron. Abriremos la isla que tenéis ante vuestros ojos —la señaló con un espectacular ademán— al libre comercio con el resto del mundo civilizado. La toma de Cuba será beneficiosa para nuestro pueblo de la misma manera que lo será para el pueblo cubano. Introduciremos en la isla el credo protestante, la tolerancia, el imperio de la ley y todas nuestras restantes buenas costumbres. Llevaremos luz a los pobres. ¡Dios salve al Rey! ¡Gobierna, Britania! ¡Britania, gobierna las olas!”1
Este discurso novelado, se desarrolla en el siglo XVIII2, deja en claro que es principalmente por el bien de los demás y apoyados en la superioridad moral que se va a invadir un territorio extranjero y el beneficio económico queda en segundo término. Y muy bien podría ser usado para tomar acciones contra cualquier país ahora. Es pues, la necesidad de reconocimiento, uno de los impulsos que llevan al hombre a enfrentar a su similar aunque en realidad no vea necesidad alguna de hacerlo.
1La Habana, pp. 141-142, Hugh Thomas, Grijalbo, 1984.
2El 6 de junio de 1762